A un año de gestión, el gobierno de Javier Milei exhibe deficiencias estructurales: deserción estatal, crisis en salud y educación, en un contexto de una oposición inocua y fragmentada. ¿Hacia dónde avanza el país?
La tragedia de Bahía Blanca, con 17 muertos y decenas de desaparecidos, no solo expone una catástrofe climática, sino también la deserción del Estado nacional.
Mientras el gobierno anunció una ayuda de 10.000 millones de pesos, la ciudad necesita 400.000 millones para recuperarse. Esta cifra, equivalente a tres presupuestos anuales de la Municipalidad de Ushuaia, ilustra la magnitud del abandono.
Pero este caso no es aislado; refleja una tendencia que se replica en provincias y municipios, donde el Estado nacional se desentiende de sus responsabilidades históricas.
El incumplimiento de convenios es una constante. En Tierra del Fuego, por ejemplo, la Dirección Nacional de Vialidad abandonó obras clave, dejando a las provincias y municipios asumir costos que no pueden solventar.
Este desentendimiento no es neutro: genera un vacío que profundiza las desigualdades y agrava las crisis locales. La promesa inicial del gobierno de Milei de finalizar las obras en marcha y no iniciar nuevas se ha convertido en una retórica vacía, ya que ni siquiera se han cumplido los compromisos preexistentes.
La crisis se extiende más allá de la infraestructura. El sistema de salud colapsa a nivel nacional: las prepagas aumentan sus costos exponencialmente, las obras sociales recortan servicios, y las provincias luchan por mantener un mínimo de funcionalidad. La Clínica San Jorge en Tierra del Fuego, por ejemplo, anunció la ruptura de su convenio con la OSEF, un hecho que angustia a decenas de miles de fueguinos.
Esta situación no es casual; es el resultado de una política deliberada de reducción del gasto público, donde el Estado nacional transfiere responsabilidades sin los recursos necesarios.
En el ámbito educativo, el panorama no es menos desolador. Las provincias deben asumir el pago de incentivos docentes y subsidios al transporte, mientras el gobierno central se desliga de sus obligaciones. Esta dinámica no solo afecta la calidad de los servicios públicos, sino que también profundiza la brecha entre las regiones más ricas y las más vulnerables.

Sin respuestas, sin reflejos
La oposición, por su parte, parece incapaz de capitalizar el descontento social. Fragmentada y ensimismada en disputas internas, carece de una estrategia unificada para confrontar al gobierno.
Mientras Milei mantiene niveles de popularidad relativamente altos, la oposición no logra articular un discurso alternativo que resuene en la ciudadanía. Incluso figuras como Cristina Fernández de Kirchner y Axel Kicillof, líderes históricos del arco opositor, no han podido galvanizar una respuesta efectiva.
El Congreso, por su parte, tampoco ha demostrado capacidad para actuar como contrapeso. Frente a la tragedia de Bahía Blanca, no ha propuesto soluciones concretas ni ha ejercido un control efectivo sobre las acciones del Ejecutivo. Esta parálisis legislativa no solo refleja la debilidad institucional, sino también la falta de voluntad política para enfrentar los desafíos urgentes del país.
En medio de este escenario, el gobierno de Milei avanza con su agenda de ajuste, justificando cada medida como un esfuerzo necesario para corregir los «excesos» de gestiones anteriores.
Sin embargo, esta narrativa choca con la realidad cotidiana de millones de argentinos que ven cómo se deterioran sus condiciones de vida. La falta de una oposición sólida y propositiva permite que el gobierno mantenga el control del relato, incluso frente a escándalos como el Cryptogate, que no han sido capitalizados políticamente por sus adversarios.
La llegada de La Libertad Avanza a sectores populares, como lo demuestra la inauguración de una sede en un barrio humilde de Río Grande, sugiere que el discurso de Milei sigue resonando en amplios sectores de la sociedad. Sin embargo, esta expansión no está exenta de contradicciones. Mientras el gobierno promete eficiencia y austeridad, sus políticas generan descontento y desconfianza en amplios sectores de la población.
La Argentina enfrenta, entonces, una encrucijada compleja. Por un lado, un gobierno que avanza con una agenda de ajuste y desmantelamiento del Estado, y por otro, una oposición fragmentada y sin capacidad de articulación.
En este contexto, las crisis en salud, educación e infraestructura no son hechos aislados, sino síntomas de un problema más profundo: la falta de un proyecto nacional inclusivo y sostenible.
Mientras tanto, la ciudadanía busca respuestas en un escenario donde la política institucional parece cada vez más distante. Las marchas de jubilados, acompañados por barras bravas de fútbol, son un símbolo de este desencanto.
La pregunta que queda flotando es si la clase política, en su conjunto, podrá recuperar la confianza perdida o si, por el contrario, el descontento seguirá creciendo en un país que parece navegar sin ningún rumbo.

